El ciberespacio, con sus voces desencarnadas y sus etéreos avatares, tuvo una naturaleza mística desde el principio, y su inmensidad sobrenatural se convirtió en el receptáculo adecuado para todos los anhelos y tropos espirituales de Estados Unidos. Como escribiera en 1991 Michael Heim, filósofo de la Universidad Estatal de California, “¿Qué mejor forma de imitar el conocimiento de Dios que crear un mundo virtual constituido por bits de información?”. En 1999, el año que Google se mudó desde un garaje en Menlo Park a sus oficinas de Palo Alto, un científico de la computación de la Universidad de Yale, David Gelernter, redactó un manifiesto donde predecía “la segunda llegada del ordenador”, repleto de imágenes diáfanas de “cibercuerpos flotando a la deriva en el cibercosmos informático”, y “cúmulos de información bellamente dispuestos como si se tratase de inmensos jardines”. La retórica milenarista se exacerbó con la llegada de la Web 2.0. “Contemplen”, proclamaba la revista Wired en su artículo de portada de agosto de 2005: estamos adentrándonos en un “nuevo mundo”, creado no por la gracia de Dios, sino por la “electricidad de la participación” generada por la web. Será un paraíso creado por nosotros mismos, “producido por los usuarios”. Las bases de datos de la Historia serán borradas, la humanidad reiniciada. “Tú y yo estamos viviendo ese momento”.
Aquella revelación ha llegado hasta nuestros días, y el paraíso tecnológico sigue brillando en nuestro horizonte. Hasta los ricachones se han sumado a este futurismo quimérico. En 2014, el inversor Marc Andreessen publicó una serie de tuits entusiastas —a los que denominó tormenta de tuits— en los que anunciaba que los ordenadores y los robots estaban a punto de liberarnos de “las limitaciones de nuestras necesidades físicas”. Haciéndose eco de John Adolphus Etzler (y también de Karl Marx), declaró que “por primera vez en la historia” el ser humano sería capaz de expresar plenamente su verdadera naturaleza: “Podremos ser lo que queramos. Los principales campos de la actividad humana serán la cultura, las artes, las ciencias, la creatividad, la filosofía, la experimentación, la exploración y la aventura”. Lo único que le faltó citar fue las verduras.
Cabría despachar estas profecías como mera palabrería autoindulgente de niños ricos, salvo por una cosa: han terminado por dar forma a la opinión pública. Al extender una visión utópica de la tecnología, una visión que define el progreso exclusivamente en términos tecnológicos, han reducido la capacidad crítica de la gente, propiciando que los empresarios de Silicon Valley sean libres de remodelar la cultura para que se adapte a sus intereses comerciales. Después de todo, si los tecnólogos están creando un mundo de superabundancia, un mundo donde no existirá ni el trabajo ni la necesidad, sus intereses particulares deben ser por fuerza los mismos intereses que alberga la sociedad. Interponerse en su camino, o incluso cuestionar sus aspiraciones y actividades, sería contraproducente y sólo serviría para retrasar la llegada de algo maravilloso e inevitable.
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